Mis vecinos de la acera
casi siempre son
invisibles,
se han fundido con el
paisaje,
nos acostumbramos a
ellos
tanto como a la guerra.
Mis vecinos de la acera
padecen de
incertidumbre aguda,
sufren de miedo
terminal,
tienen tantas preguntas
que dos vidas dignas
no bastarían para
responderlas.
Mis vecinos de la acera
son los habitantes más
tristes
de un planeta donde la
miseria
crece tanto como la
ambición,
son los hijos bastardos
de un sistema
en el que la infamia va
a donde le da la gana.
Mis vecinos de la acera
conocen muy bien la
muerte,
de alguna forma se han
escondido de ella,
pero su vida no es muy
diferente
de un evento mortal
que se repite día tras
día.
Mis vecinos de la acera
fueron desplazados de
la vida,
fueron aislados de la
dignidad
y condenados a
refugiarse
en su silencioso vacío
existencial.
Mis vecinos de la acera
viven en muchos
lugares,
pero nunca en la tierra
de la que fueron
barridos,
ese trozo de planeta
en el que se quedó
abandonada
su confianza en la
vida.
Mis vecinos de la acera
son parte de la ciudad,
pero no por eso sus
problemas
son los nuestros,
nosotros nos tapamos
los ojos,
dejamos de escuchar
para no percibir su miseria,
desconectamos nuestra
conciencia
para que su absurda condición
no perturbe la
comodidad de nuestra vida.
A veces los veo, trato
de dibujar
su oscura vida de acera
en mis emociones,
a veces me pregunto
cómo se vive
con una mezcla tan
enorme de hambre y dolor…
a veces… cuando vuelvo
a sentir.
Según cifras oficiales,
en Colombia existen más tres millones de desplazados por la violencia. Eso, sin
contar los miles que no han sido reportados y todos los demás que han
desaparecido, quizás porque debían ser invisibles o quizás porque fueron
víctimas de una espantosa práctica de higiene social.
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