agosto 04, 2012

Pequeña crónica de un diluvio sabatino

Bogotá, sábado 4 de agosto de 2012, 6:50 pm

Después de las compras en un nuevo centro comercial, trato de escapar en medio del denso río de personas que no quieren perderse la novedad y que inventan encuentros familiares en el ardor insufrible de la muchedumbre.

Quiero tomar el bus cuanto antes y llegar pronto a mi hogar para refugiarme en el apacible y silencioso claroscuro de la sala. Al llegar a la estación, me cuesta calcular si allí hay más gente que en ese gigante recién construido del que he logrado salir con vida. Procuro no pensar demasiado y comprendo que el viaje, aunque corto, no dejará de tener ese insoportable contacto con otros al que me expongo cada vez que tomo uno de esos gusanos rojos llamados Transmilenios.

Mientras me refugio en el sedante silencio de mis pensamientos, oigo cómo el techo del bus soporta con tenacidad una llovizna cada vez más fuerte, que parece ser la antesala de uno de esos aguaceros crueles que caen cuando menos se les espera.

Al llegar al portal, confirmo que mis sospechas son ciertas y ya los alrededores llenos de bruma atestiguan que efectivamente se trata de un diluvio que recuerda la inclemencia de tantos inviernos que han azotado estas calles.  Me paro en la fila para tomar el otro bus y, mientras espero, empiezo a mirar con detenimiento la forma desesperada como llora el cielo. Las tejas lastimadas por la tormenta, el ruido intenso del agua sobre la calzada y las luces que se reflejan en ella traen de repente a mí una inusual calma que pronto se convierte en un fluido imparable de recuerdos y pensamientos profundos.

Cuando llega el bus, nadie quiere subir, todos temen pasar bajo la catarata que cae desde las tejas justo sobre la entrada. Yo me aventuro a lanzarme y en un corto respiro ya tengo tanta agua en mi cara y mi ropa, que no dudo que al bajar, no habrá forma de evitar una ducha de pies a cabeza por cuenta de la naturaleza.  Mas, no me preocupa lo que pasará porque, ya invadido por tantos pensamientos y por esa esencia fría y profunda del invierno que siempre disfruto, simplemente me siento y miro por la ventana cómo la agresiva ciudad se torna inofensiva y vulnerable ante una tormenta como esta.  

Veo con encanto cómo el agua baja por el cristal, cómo las luces de afuera parecen lejanas y difusas, y la manera lenta como los autos marchan dejando sus huellas de luz en los ríos que corren por el asfalto. Las personas huyen y tratan de protegerse, incluso cuando ya muchos están más empapados que las mismas calles.

Mientras presencio este líquido espectáculo, mi mente sigue dando vueltas y escarbando en las profundidades de mis sentimientos más intensos. Ahora pienso en las personas que han llegado y en las que se van, en aquellos que recorren el mundo y se convierte en habitantes temporales de otras ciudades, en los amigos que antes eran más que eso y en los amores que nunca pudieron ser. Me acuerdo de días pasados que solo viví en mi imaginación, de historias profundas que nunca pude construir.

Además de esta lluvia intensa que choca violentamente contra la vida nocturna de la ciudad, escucho claramente los sentimientos susurrando a mi oído. La inquieta alegría por las personas mágicas que aparecen, el alivio esperado por historias que parecen estar teniendo un desenlace, la siempre presente duda sobre lo que nunca he resuelto y la incontable cantidad de deseos que nunca se cumplieron.

La vida se mueve tanto como el agua en esta noche de sábado, nunca está quieta, a menos que dejemos de abrirle camino. Dicen que nunca paramos de crecer, que evolucionamos sin fin y que lo único permanente es el cambio. Lo dicen y lo creo, porque yo mismo veo la evidencia en las huellas imborrables que están dejando en mí estos días, estas maravillosas horas de mi vida reciente en las que tantas historias confluyen en forma de pasado y presente, en forma incluso de futuros que ya viví y de otros que parecen haberse extraviado por el camino.

Sigue lloviendo, las nubes más densas del planeta parecen haberse derretido todas sobre Bogotá. La noche es fría, amarilla, inusual y encantadora. El agua sigue bajando por el cristal y la puerta del bus se abre como si quisiera decir que es hora de navegar. Me lanzo sin temor a la calle, mis predicciones se cumplen y bastan segundos para que el agua abrace todos los rincones de mi cuerpo y de mi alma sedienta. Ya lo sabía: me iba a bañar con el diluvio, pero ahora que el frío me recuerda lo inclemente de la tormenta, solo puedo sentarme al lado de la ventana, en el anhelado silencio de la sala, y seguir mirando por largos minutos los millones de gotas multicolores que lentamente empiezan a desparecer.

Ha dejado de llover… las calles se han convertido en mares y la ciudad descansa en medio del gris silencio de la noche. Todo indica que no habrá más agua por hoy, pero ahora que la lluvia se desvaneció, mis pensamientos siguen volando entre el tiempo y el espacio, entre días y noches de otras épocas, entre deseos y resignaciones que ocupan un lugar demasiado grande en mi existencia.

He visto muchos aguaceros y he aprendido a maravillarme con ellos, tal vez porque todas esas gotas que caen en masa contra el suelo son como mis pensamientos inquietos que inesperadamente estallan sin control, se esparcen por todos los lugares reales e imaginarios e inundan mi vida de preguntas frenéticas y palabras elevadas.

Este diluvio sabatino ha sido una ocasión más para recordar que estoy vivo y que mi vida, como la lluvia, sigue moviéndose y dibujando historias.