Cuando terminé la secundaria, Dios me caía mal,
pero un tiempo después comprendí que lo que en realidad
no soportaba era la idea desteñida y hostil de Dios
que me había quedado después de tanta doctrina religiosa
que le aportaba tan poco a mis motivaciones.
Ahora, que puedo ver a Dios hasta en la muerte,
me siento liberado de esa carga tan pesada
que era odiarle con rebeldía y perderme la oportunidad
de sentirle en cada respiro.
Ahora me pregunto si los que dicen odiarle
y los que en verdad lo hacen, padecen de esa misma
anemia espiritual a la que tanto
contribuyen ciertos maestros, presidentes, obispos,
papas e hipocresías morales milenarias...
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