Hay una ventana imaginaria por la que siempre he observado el invierno, no se parece a ésta, de hecho, a veces siento que la conozco, que en verano deja entrar luz a la sala de mi casa y que en los días helados deja pasar el silencio a través de mi alma. Es una ventana que no tiene nada de especial frente a otras, excepto porque puedo llevarla a donde quiera y ella me lleva a mí a lejanas montañas azules y tardes donde la lluvia derrite el ruido y lo convierte en un profundo respiro de paz y oxígeno gris. Por ese mismo cristal he observado memorias de mi pasado y sueños que creía no volver a tener cuando dejara de ser niño, esos sueños que a veces parecen muertos, pero que en verdad son como células que le dan forma a ese tejido eterno de magia que cubre mi alma.
Hay una ventana imaginaria que cargo en mi bolsillo, que sólo uso en los días de invierno, que siempre me deja ver los aguaceros y rodar suavemente como el agua por las calles, una ventana por la que me arrojo en ciertos días para que las nubes me golpeen con su voz y que, a pesar de ser tan antigua, se mantiene tan viva y transparente como mi amor al silencio.
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