Hoy es otro día de lluvia, la tormenta amenazó con llevarse el medio día y la noche tuvo que huir de los rayos para no empezar su jornada antes de tiempo. Las nubes compraron un terreno en nuestro cielo y ni siquiera el sol tímido del final de la tarde logró persuadirlas de abandonar por unas horas su posición amenazadora.
Llueve como nunca, el agua parece estar tomando el lugar del oxígeno, y muchas personas empapadas han empezado a sentir que su pasión por la vida ya corre peligro de ahogarse. Los límites de las calles han comenzado a borrarse y el agua furiosa corre desde arriba, desde adentro, desde el corazón mismo de tantos seres inconformes.
Hay más sombrillas en las calles, en las casas, en las oficinas y en las almas. Muchas de ellas se han roto y ya no alcanzan para cubrir tantas caras de frustración. No existen siquiera reflejos de esa alegría que tantos proclamaban en los últimos días del verano. Muchos empiezan por fin a entender que lo que hace más crudo el invierno no son las nubes sino su odio absurdo hacia él. Otros prefieren quedarse sufriendo y siguen diciendo que estarán muertos hasta el día en que vuelva a brillar el sol.
El invierno ha dejado de ser una estación y se ha convertido en una parte inmensa de cada día, veremos el final de muchos respiros y el ocaso de muchas motivaciones mal construidas, antes de ver el final de la lluvia.
Hemos de aprender a vivir el invierno sin odiarlo, hemos de atravesar los mares de las calles sin que se mojen nuestras ganas de vivir, hemos de contemplar las nubes que lloran sin tener deseos iracundos de callar su llanto. Algún día, sin darnos cuenta, nos llegará desde adentro un rayo de sol, más brillante que el de los días de verano. Seremos por fin capaces de comprender que cada gota de agua es una oportunidad que nos da el planeta para aprender a contemplar la vida con un poco más de profundidad y silencio.
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