enero 23, 2012

Lucidez

Al final de cada día, en ese tiempo incómodo dentro del bus, en esos largos minutos en que no debo ocuparme de nada en particular, una inusual calma en mis pensamientos me abre un impensado espacio para responder a todas esas preguntas inquietas que a veces me hago, para construir teorías personales que tienen muy poco de ciencia y mucho de sentido común.

Tan sólo en esa quietud de pensamiento en la que me encierro para escapar de los tumultos, las congestiones y el cansancio vespertino, logro dar con esa profundidad de ideas que pocas veces es posible en el transcurso rutinario del día.

Es ese el espacio sublime en el que las ideas se organizan, las conclusiones brotan sin esfuerzo y la lucidez deja de ser escurridiza, ese instante glorioso en el que puedo darle sentido a las realidades que invento y entender que los fantasmas de este mundo tienen todos existencia y forma por las cosas que pienso cada segundo.

Mis demonios son sólo míos, mis ángeles, también. Y aunque a veces mis historias se toquen sutilmente con las de otros, cada vez me cuesta menos entender que REALIDAD es tan sólo ese cúmulo de formas inmateriales que se cruzan frente a mí cuando dejo de mirar al mundo exterior.

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