Después de las compras en un nuevo centro
comercial, trato de escapar en medio del denso río de personas que no quieren perderse
la novedad y que inventan encuentros familiares en el ardor insufrible de la
muchedumbre.
Quiero tomar el bus cuanto antes y
llegar pronto a mi hogar para refugiarme en el apacible y silencioso claroscuro
de la sala. Al llegar a la estación, me cuesta calcular si allí hay más gente
que en ese gigante recién construido del que he logrado salir con vida. Procuro
no pensar demasiado y comprendo que el viaje, aunque corto, no dejará de tener
ese insoportable contacto con otros al que me expongo cada vez que tomo uno de
esos gusanos rojos llamados Transmilenios.
Mientras me refugio en el sedante
silencio de mis pensamientos, oigo cómo el techo del bus soporta con tenacidad una
llovizna cada vez más fuerte, que parece ser la antesala de uno de esos
aguaceros crueles que caen cuando menos se les espera.
Al llegar al portal, confirmo que
mis sospechas son ciertas y ya los alrededores llenos de bruma atestiguan que
efectivamente se trata de un diluvio que recuerda la inclemencia de tantos
inviernos que han azotado estas calles. Me
paro en la fila para tomar el otro bus y, mientras espero, empiezo a mirar con
detenimiento la forma desesperada como llora el cielo. Las tejas lastimadas por
la tormenta, el ruido intenso del agua sobre la calzada y las luces que se
reflejan en ella traen de repente a mí una inusual calma que pronto se
convierte en un fluido imparable de recuerdos y pensamientos profundos.
Cuando llega el bus, nadie quiere
subir, todos temen pasar bajo la catarata que cae desde las tejas justo sobre
la entrada. Yo me aventuro a lanzarme y en un corto respiro ya tengo tanta agua
en mi cara y mi ropa, que no dudo que al bajar, no habrá forma de evitar una
ducha de pies a cabeza por cuenta de la naturaleza. Mas, no me preocupa lo que pasará porque, ya invadido
por tantos pensamientos y por esa esencia fría y profunda del invierno que
siempre disfruto, simplemente me siento y miro por la ventana cómo la agresiva
ciudad se torna inofensiva y vulnerable ante una tormenta como esta.
Veo con encanto cómo el agua baja
por el cristal, cómo las luces de afuera parecen lejanas y difusas, y la manera
lenta como los autos marchan dejando sus huellas de luz en los ríos que corren
por el asfalto. Las personas huyen y tratan de protegerse, incluso cuando ya
muchos están más empapados que las mismas calles.
Mientras presencio este líquido espectáculo,
mi mente sigue dando vueltas y escarbando en las profundidades de mis
sentimientos más intensos. Ahora pienso en las personas que han llegado y en
las que se van, en aquellos que recorren el mundo y se convierte en habitantes temporales
de otras ciudades, en los amigos que antes eran más que eso y en los amores que
nunca pudieron ser. Me acuerdo de días pasados que solo viví en mi imaginación,
de historias profundas que nunca pude construir.
Además de esta lluvia intensa que
choca violentamente contra la vida nocturna de la ciudad, escucho claramente los
sentimientos susurrando a mi oído. La inquieta alegría por las personas mágicas
que aparecen, el alivio esperado por historias que parecen estar teniendo un
desenlace, la siempre presente duda sobre lo que nunca he resuelto y la
incontable cantidad de deseos que nunca se cumplieron.
La vida se mueve tanto como el agua
en esta noche de sábado, nunca está quieta, a menos que dejemos de abrirle
camino. Dicen que nunca paramos de crecer, que evolucionamos sin fin y que lo
único permanente es el cambio. Lo dicen y lo creo, porque yo mismo veo la
evidencia en las huellas imborrables que están dejando en mí estos días, estas
maravillosas horas de mi vida reciente en las que tantas historias
confluyen en forma de pasado y presente, en forma incluso de futuros que ya
viví y de otros que parecen haberse extraviado por el camino.
Sigue lloviendo, las nubes más
densas del planeta parecen haberse derretido todas sobre Bogotá. La noche es
fría, amarilla, inusual y encantadora. El agua sigue bajando por el cristal y
la puerta del bus se abre como si quisiera decir que es hora de navegar. Me
lanzo sin temor a la calle, mis predicciones se cumplen y bastan segundos para que
el agua abrace todos los rincones de mi cuerpo y de mi alma sedienta. Ya lo
sabía: me iba a bañar con el diluvio, pero ahora que el frío me recuerda lo
inclemente de la tormenta, solo puedo sentarme al lado de la ventana, en el
anhelado silencio de la sala, y seguir mirando por largos minutos los millones
de gotas multicolores que lentamente empiezan a desparecer.
Ha dejado de llover… las calles se
han convertido en mares y la ciudad descansa en medio del gris silencio de la
noche. Todo indica que no habrá más agua por hoy, pero ahora que la lluvia se
desvaneció, mis pensamientos siguen volando entre el tiempo y el espacio, entre
días y noches de otras épocas, entre deseos y resignaciones que ocupan un lugar
demasiado grande en mi existencia.
He visto muchos aguaceros y he
aprendido a maravillarme con ellos, tal vez porque todas esas gotas que caen en
masa contra el suelo son como mis pensamientos inquietos que inesperadamente
estallan sin control, se esparcen por todos los lugares reales e imaginarios e
inundan mi vida de preguntas frenéticas y palabras elevadas.
Este diluvio sabatino ha sido una ocasión
más para recordar que estoy vivo y que mi vida, como la lluvia, sigue
moviéndose y dibujando historias.
He disfrutado mucho la lectura de tu crónica. Me transportaste a esa noche de lluvia bogotana. Saludos cordiales desde Caracas.
ResponderEliminarBeatriz, muchas gracias por tu comentario. Un saludo especial.
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