Aún cuando el café se torna frío, su sabor amargo mantiene su oscura intensidad. Funciona como esa fórmula de autoengaño que ayuda a tener confianza en el que el tedio no se hará presente en una tarde en que las pesadillas no ocurren durante el sueño sino en la vigilia. El café se torna azul y a veces también toma el color de las gigantes nubes blancas. Más nunca pierde su esencia y logra camuflarse en medio de los oficios de la tarde.
A veces habla, mientras baja por la garganta y calla cuando llega a las profundidades del cuerpo. A veces sólo inspira pensamientos y hace creer que se puede tener más energía, que estar despierto es algo posible, aún cuando el sabor del deber no inspira muchos deseos de estar activo.
El café vespertino se pone de parte del que no tiene motivaciones para hacer lo que le corresponde, le da una especie de fuerza mental que tiene que ver más con la fe que con un efecto real sobre su cuerpo. El café en una excusa y un consuelo, es una palmadita en la espalda que concede ese aliento singular sin el que no avanzarían las tardes de trabajo.
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